La broma infinita
por Luis María Anson, de la Real Academia Española
LUIS MARÍA ANSON | Publicado el 25/09/2008 | Ver el número en PDF
Hemingway
hizo doblar las campanas de John Donne para terminar a la brava con su
vida. Manuel Halcón, uno de los grandes novelistas del siglo XX español,
tras su monólogo con la mujer fría, se pegó un tiro en la cabeza porque
era ya anciano y, desnudo pudor, no quería contemplar su propia
decadencia. Larra es el pistoletazo terrible de la sagacidad de Buero
Vallejo. Alfonsina Storni, despechada de amores y orgasmos, se internó
en las aguas del Mar del Plata. A Argöedas le gustaban los versos que
nos muestran las vísceras azuleando al sol y se los disparó en Lima.
Rabearivelo, al que dediqué páginas en mi libro La Negritud, se sintió preterido en París, y se suicidó cortando cenizas mientras cantaba a Abéone.
En la Isla del Tigre,
Leopoldo Lugones se atiborró de cicuta tras quemar sus libros.
Maiakowski, el amigo de Pasternak, más allá del futurismo, se mató en
Moscú en el alba de la Guerra Mundial. ángel Ganivet se tiró al agua,
“no la horca, el arsénico ni el tiro, jamás la bala, nunca el aparejo,
prefiero un trago amargo e infinito”. Cesare Pavese eligió los
somníferos porque quería dejar de ser “la parte de sí mismo”. Gabriel
Ferrater se ató una bolsa de plástico a la cabeza. José Agustín
Goytisolo se arrojó al vacío. Mi inolvidada Ana Rosa Pidal, que escribía
versos como labios, era solo una niña pero eligió irse dulcemente al
infinito.
Los escritores y la tentación del suicidio. David
Foster Wallace nos ha gastado una broma infinita al saltarse los muros
hipócritas y tal y como había anunciado, entre bromas y sátiras,
suicidarse. Hace unos días sólo. Un poeta especialmente sensible,
Claudio Rodríguez, me descubrió a Wallace: “Es una pirueta literaria -me
dijo- pero no hay nada vulgar en él”. Enraizado en la sociedad
americana del hedonismo y el bienestar, el escritor se rebeló contra la
miseria moral que le rodeaba para denunciar la hipocresía atroz de la
sociedad americana convencional y bienpensante. Se convirtió en la
cabeza tiroteada de la Next Generation y fue más allá que
Chomsky en la denuncia del “enorme pozo asqueroso y maloliente”, de la
sociedad que le rodeaba, “en la que él rebuscó mejor que nadie”, según
el certero análisis de Peio H. Riaño.
Wallace encarnaba el
desprecio hacia los políticos de un pueblo que, paladín de la
democracia, se abstiene mayoritariamente de votar. “Resulta doloroso
pensar -escribió- que los aspirantes a servidores del pueblo, entre los
que uno está forzado a elegir, son todos unos embusteros cuya única
preocupación son sus propios intereses. Están dispuestos a mentir de una
forma tan atroz y con una cara tan seria que te das cuenta de que te
consideran un idiota”. Si yo tuviera 20 años pintaría este texto en una
pancarta y la colgaría en la fachada del Congreso de los Diputados,
entre los leones que bostezan aburridos de tanta farsa.
Tras La broma infinita, su obra más erizante, Wallace desató su demoledora ironía en Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer. Y se puso al frente de una generación dispersa en la que Dare Eggers brillaba con su You shall know our velocity. En El club de lucha
de Palahniuk también se detecta la influencia provocadora de Wallace,
el escritor que campea sobre el humor de Lorrie Moore. Por su parte, el
caústico Jonathan Lethem Allen rinde homenaje en La fortaleza de la soledad al genio de Wallace.
El
agrio, el lúcido, el provocador, el irreverente David Foster Wallace se
ha suicidado a los 46 años, en plena madurez creadora. La sociedad
americana que le tocó vivir era para él el valle de lágrimas de la
plegaria cristiana, el estercolero sucio y la turbia escombrera. Ni
siquiera “la niña del pelo raro” ha podido detener la decisión tremenda
de este escritor que influyó decisivamente en la generación de oro y
mierda que ha vertebrado el esqueleto de la vida literaria de Estados
Unidos durante los últimos años. l
ZIGZAG
He
seguido muy de cerca la obra de Paloma O'Shea. Nadie ha rendido a la
música en las últimas décadas el servicio de esta mujer admirable. La
Fundación Albéniz y la Escuela Reina Sofía son ya dos instituciones de
prestigio internacional. Aún más: la Escuela está reconocida entre las
tres grandes de Europa. Con tenacidad, con lucidez, con mano izquierda,
con el apoyo siempre de la Reina, Paloma O'Shea ha lidiado al natural,
muleta en mano, todos los marrajos que le han puesto delante. Ha
triunfado, tras superar un rosario de dificultades que hubieran echado
atrás al más templado. Y la pasada semana inauguró el gran edificio de
la Fundación Albéniz en el corazón musical de Madrid. Miguel Oriol, que
es uno de nuestros mejores arquitectos, un excelente escritor, por
cierto, y un intelectual por todos reconocido, ha proyectado y
construido el edificio exacto que hacía falta. Paloma O'Shea va a
desarrollar en él, a partir de ahora, con más vehemencia si cabe, los
trabajos de la Escuela Reina Sofía para cumplir los objetivos de la
Fundación Albéniz. Paloma representa un paso decisivo en la música
española y yo le rindo, sin una sola reserva, el aplauso que le debemos
todos los que en España nos movemos en el mundo de la cultura.